ESTE ES UN TRABAJO DE ORDEN ESTÉTICO CREATIVO. La intención es ser coherentes con la propuesta borgiana. La poesía es la condición originaria del lenguaje, como lo afirma en las conferencias de Arte Poética. Por otro lado, se trata de aprovechar esta idea para configurar un texto que vaya más allá de las limitaciones de la forma y de las diferencias de género para producir un efecto en la imaginación. Por eso desde lo intuitivo se construye una arquitectura de ficción: narrativa, ensayísitica, lírica, "videatica" ( perdón por la palabra), teatral, escénica, gráfica, epistolar, de diarios, fílmica, pictorica o una obra que incluya todas estas formas.
Por otro lado, las temáticas borgianas puede recrearse de estos modos. Temas como el laberinto, los espejos, los sueños, la muerte, el tiempo, la circularidad, el escepticismo esencial, en fin; pueden ser motivos de trabajo.
En el fondo se trata de acercar pensamiento y poesía desde un trabajo con la palabra como fuente estética por sí misma. De hecho que las relaciones entre filosofía y literatura y las mismas relaciones entre el poeta y los pensadores puede generar propuestas interesantes. ¿Que tal pensar lo que puede pasar si Borges y Derrida se ponen a dialogar? O Heráclito, Platón, Schopenhauer y Nietzsche se encuentran en un cuento y piensan algun problema estético, filosófico o poético. También se puede pensar en la relación de Borges con los poetas, tanto antiguos y modernos como contemporáneos. Y es posible que un escenario Cervantes, Menard, Borges y Ricouer se ponen a discutir sobre la relación Tiempo y Narración o sobre la cercanía entre metáfora y realidad.
El historiador Snorri Sturluson, que en su intrincada vida hizo tantas cosas, compiló a principios del siglo XIII un glosario de las figuras tradicionales de la poesía de Islandia en el que se lee, por ejemplo, que “gaviota del odio”, “halcón de la sangre”, “cisne sangriento” o “cisne rojo”, significan el cuervo; y “techo de la ballena” o “cadena de las islas”, el mar; y “casa de los dientes”, la boca. Entretejidas en el verso y llevadas por él, estas metáforas deparan (o depararon) un asombro agradable; luego sentimos que no hay una emoción que las justifique y las juzgamos laboriosas e inútiles. He comprobado que igual cosa ocurre con las figuras del simbolismo del marinismo. De «frialdad íntima» y’ de «poco ingeniosa ingeniosidad» pudo acusar Benedetto Croce a los poetas y oradores barrocos del siglo XVII; en las perífrasis recogidas por Snorri veo algo así como la reductio ad absurdum de cualquier propósito de elaborar metáforas nuevas. Lugones o Baudelaire, he sospechado, no fracasaron menos que los poetas cortesanos de Islandia. En el libro tercero de la Retórica, Aristóteles observó que toda metáfora surge de la intuición de una analogía entre cosas disímiles; Middleton Murry exige que la analogía sea real y que hasta entonces no haya sido notada (Countries of the Mind, II, 4). Aristóteles, como se ve, funda la metáfora sobre las cosas y no sobre el lenguaje; los tropos conservados por Snorri son (o parecen) resultados de un proceso mental, que no percibe analogías sino que combina palabras; alguno puede impresionar (“cisne rojo”, “halcón de la sangre”), pero nada revelan o comunican. Son, para de alguna manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata. Parejamente, el gramático Lico-fronte llamó “león de la triple noche” al dios Hércules porque la noche en que fue engendrado por Zeus duró como tres; la frase es memorable allende a interpretación de los glosadores, pero no ejerce la función que prescribe Aristóteles. En el I King, uno de los nombres del universo es los Diez Mil Seres. Hará treinta años, mi generación se maraviiló de que los poetas desdeñaran las muchas combinaciones de que esa colección es capaz y maniáticamente se limitaron a unos pocos grupos famosos: las estrellas y los ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el atardecer, el sueno y la muerte. Enunciados o despojados así, estos grupos son meras trivialidades, pero veamos algunos ejemplos concretos. En el Antiguo Testamento se lee (1 Reyes 2:10): “Y David durmió con sus padres, y fue enterrado en la ciudad de David”. En los naufragios, al hundirse la nave, los marineros del Danubio rezaban: “Duermo, luego vuelvo a remar”. “Hermano de la Muerte” dijo del sueño, Homero, en la Ilíada; de esta hermandad diversos monumentos funerarios son testimonio, según Lessing. “Mono de la muerte” (Affe des Todes) le dijo Wilhelm Klemm, que escribió asimismo: “La muerte es la primera noche tranquila”. Antes, Heine había escrito: “La muerte es la noche fresca; la vida, el día tormentoso...” “Sueño de la tierra” le dijo a la muerte Vigny; viejo sillón de harnaca (old rocking-chair) le dicen en los blues a la muerte; ésta viene a ser el último sueño, la última siesta, de los negros. Schopenhauer, en su obra, repite la ecuación muerte-sueño; básteme copiar estas líneas: “Lo que el sueño es para el individuo, es para la especie la muerte” (Well als Wille und Vorstellung, II, 41). El lector ya habrá recordado las palabras de Hamlet: “Morir, dormir, tal vez soñar”, y su temor de que sean atroces los sueños del sueño de la muerte. Equiparar mujeres a flores es otra eternidad o trivialidad; he aquí algunos ejemplos. “Yo soy la rosa de Sarón y el lirio de los valles”, dice en el Cantar de los Cantares la sulamita. En la historia de Math, que es la cuarta “rama” de los Mabinogion de Gales, un príncipe requiere una mujer que no sea de este mundo, y un hechicero, “por medio de conjuros y de ilusión, la hace con las flores del roble y con las flores de la retama y con las flores de la ulmaria”. En la quinta “aventura” del Nibelungenlied, Sigfrid ve a Kriemhild, para siempre, y lo primero que nos dice es que su tez brilla con el color de las rosas. Ariosto, inspirado por Catulo, compara la doncella a una flor secreta (Orlando, 1, 42); en el jardín de Armida, un pájaro de pico purpúreo exhorta a los amantes a no dejar que esa flor se marchite (Gerusalemme, XVI, 13-15). A fines del siglo XVI, Malherbe quiere consolar a un amigo de la muerte de su hija y en su consuelo están las famosas palabras: “Et, rose, elle a vécu ce que vivent les roses”. Shakespeare, en un jardín, admira el hondo bermellón de las rosas y la blancura de los lirios, pero estas galas no son, para él, sino sombras de su amor que está ausente (Sonnets, XCVIII). “Dios, haciendo rosas, hizo mi cara”, dice la reina de Samotracia en una página de Swinburne. Este censo podría no tener fin; básteme recordar aquella escena de Weir of Hermiston —el último libro de Stevenson— en que el héroe quiere saber si en Cristina hay un alma “o si no es otra cosa que un animal del color de las flores”. Diez ejemplos del primer grupo y nueve del segundo he juntado: a veces la unidad esencial es menos aparente que los rasgos diferenciales. ¿Quién, a priori, sospecharía que “sillón de hamaca” y “David durmió con sus padres” proceden de una misma raíz? El primer monumento de las literaturas occidentales, la Ilíada, fue compuesto hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que transcurren, etcétera), fueron advertidas y escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar estas secretas simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su virtud o flaqueza está en las palabras; el curioso verso en que Dante (Purgatorio, 1, 13), para definir el cielo oriental invoca una piedra oriental, una piedra límpida en cuyo nombre está, por venturoso azar, el Oriente: “Do/ce color d’oriental zafiro” es, más allá de cualquier duda, admirable; no así el de Góngora (Soledad, 1, 6): “En campos de zafiros pace estrellas” que es, si no me equivoco, una mera grosería, un mero énfasis. Algún día se escribirá la historia de la metáfora y sabremos la verdad y el error que estas conjeturas encierran.
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